Etiquetado: Heidegger

Pensar la ‘teliatría’ (con Jorge Acevedo Guerra)

«Para Husserl, la Tierra es, ante todo, suelo (Boden); para Ortega, aquello que me sostiene firmemente; para Heidegger, la portadora (Tragende). La Tierra, pues, tendría para los tres cierto carácter de «fundamento» que, por cierto, sería necesario precisar en cada caso. Lo que es claro, no obstante, es que la teliatríaneologismo que remite a Tellus (lat.), Tierra, y a iatreía (gr.), curación, y que convendría poner en uso—, ya tiene cierta base filosófica que, a la postre, puede jugar un papel de la mayor importancia al abordar problemas que afectan hasta a los más alejados de toda teoría.» (p. 3)

Texto completo del profesor chileno aquí.

¿Acción y de ningún modo pensamiento?

Totalmente fortuito, el hecho es que esta jornada me sorprende con la pregunta por el pensar heideggeriana entre las manos. Pese a que, con mucho, excedan las posibilidades de este día, no puedo dejar de compartir alguna de sus reflexiones (I). Después me vengo con algunas paremias totalmente accesorias que me han ido surgiendo (II). Mejor las digo de una vez.

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Anécdotas de la filosofía (Ortega y Gasset y Martin Heidegger I)

http://www.ellibrepensador.com/2014/01/19/ortega-y-gasset-en-el-cogote-de-heidegger/

«No hay nada más curioso que el aldeano, precisamente porque está resuelto a no salir jamás de su aldea. La curiosidad de la portera sólo se ocupa de los vecinos de la casa. En rigor, no es curiosidad, porque no se busca más que saber en detalle lo que ya se sabe en general. Es nimiedad, miopía, que quiere decir óptica de ratón». (Ortega y Gasset, T. II, 826; no necesariamente refiriéndose a Heidegger, pero a propósito de un texto sobre trajes tradicionales).

obra172Cuando no estaba sumido en una depresión parcial, Ortega hubo de ser un tipo muy fresco. De esta faceta, bastante poco conocida -o a veces sepultada por académicos ‘acartonados’-, da buena cuenta la biografía parcial de Gregorio Morán. El relato de Morán, aunque algo ‘pornográfico’ (sobre todo al desvelar las vicisitudes de la relación entre Ortega y su Julianico –Julián Marías), se refiere mucho al Ortega picarón (deben saber que fue un auténtico ‘lovermen’, tal vez más epistolar que consumador, pero disfrutaba mucho del cortejo y del pavoneo entre sus oyentes femeninas –siendo en esas ocasiones, más ‘hortera’ que Ortega).

Al final de su vida, Ortega se refiere a sí mismo como «un pequeño señor español que tiene cara de viejo torero» (T. VI 783). Entonces ya debía estar con un bajón considerable, esperando que la fundación Rockefeller le montase un chiringuito para moverse, y sanear su imagen, en territorio norteamericano. Hubiera sido la última proeza del filósofo madrileño, imagínense lo que supondría para él, un entusiasta inconfeso del progreso y la modernidad –sobre todo en su última época y pese a su autoafirmación como «muy siglo XX, pero nada moderno».

Pedro Cerezo ya insinuó la posibilidad de que, frente a Martin Heidegger, Ortega sea un entusiasta de la modernidad y de la técnica (como ilimitada), frente a la visión más peyorativa que este tenía de la misma. Empero, situar a Heidegger y a Ortega frente a frente no sea el mejor planteamiento. Si recuerdan el celebérrimo coloquio en Darmstadt (1951), en el cual O y H dieron la nota entre un grupo de arquitectos, recordaran también las suculentas anécdotas que tuvieron lugar durante la celebración, y los arrabales, del mismo.

Ortega defiende a Heidegger, pero se la ha pasado bien observándolo durante la conferencia –mostrando un humor muy de gomaespuma-. Haciendo una especie de ‘troll-hermenéutica’ (sic), lo que me parece entender es que mientras Heidegger cascaba sobre su visión de “Bauen, Denken, Wohnen”, Ortega se lo imaginaba cascando por el cogote: «…admitía con buen humor la posibilidad de que un día Heidegger hable por el cogote» (T. VI, 802). También dice Ortega  -ay, aquí no está muy lúcido como metaforista- que «Heidegger (…) deja embarazadas a las palabras». (T. VI, 802). Y a Hanna Arendt si se descuida.

En el mismo texto Ortega afirma que los escritos de Heidegger están llenos de profundidad; cosa que, con mala uva, me sugiere que Ortega ya se lo imaginaba revolcándose como un lechón en la miseria del ser:

«Heidegger es profundo (…) necesito agregar que no sólo es profundo, sino que, además, quiere serlo, y esto no me parece ya tan bien (…) padece de manía de profundidades (…manifiesta cierto prurito de revolcarse en lo abismático». (T. VI, 803).

Sobre la profundidad de Heidegger, es interesante reparar en su interpretación para la ecología profunda (deep ecology); no podemos engolfarnos con ella, pero tampoco podemos dejar de señalar que tal vez sean ellos quienes hayan extraído las palabras que el cogote de Heidegger supuraba –una panda de «cinocéfalos» diría Ortega.

Brutal, por último, esta evocativa imagen: «…no debe sorprendernos (…) que Heidegger haya querido convertirse en ventrílocuo de Hölderlin». (T. VI, 810). Y eso que Ortega no había visto todavía “Total Recall” y ni podía imaginarse la posibilidad de Cuato.

Yo, con mi vena orteguiana, y si algún día llegara a dar clases en alguna universidad (para entonces la civilización estaría ya totalmente perdida), me plantearía seriamente la posibilidad de calzarme un traje de ‘saraguey’ (en parte, similar al de tirolés), para molar como Heidegger. De este episodio de la vida de Heidegger, pueden ver una referencia en la obra de Juan José Sebreli, recibida de forma dispar en el mundo académico, “Heidegger, el lugarteniente de la nada”.

saraguey

En cualquier caso, esta faceta de Ortega, forma parte de su lado oscuro. Me explico, para el final de sus días, y de sus páginas, Ortega pierde fuelle; por eso, parece dejarse seducir con más intensidad por aquellas loas a la plasticidad del ser del humano, que tanto estorban a alguien que anda rastreando la ecología orteguiana. Tal vez Ortega se las veía venir y, aunque Ferrater afirme lo contrario, se despertó en él un deseo de inmanencia. Nada que reprochar, Ortega se moría cada día un poco más, enfermo y con mal sabor en la boca –pues España, continuaba invertebrada-. Por lo menos, hoy todos continuamos hablando de él, aunque haya muerto. Aunque no tanto como deberíamos a la que fue, tal vez para siempre, la mente más filosófica que ha pululado por esta infame piel de toro.

Despidámonos con Ortega “haciendo amigos”, acá entonces explicará sus sentimientos hacia Heidegger, y se ‘congraciará’ con el existencialismo emergente por entonces:

«Heidegger…

[el que deja embarazadas a las palabras, el que habla por el cogote, el que gusta de revolcarse en lo abismático y que, esto es lo que más le jode –aunque no tiene porque ser verdad-, pensó años más tarde lo mismo que él en Meditaciones del Quijote (1914)]

…–que por lo demás era amigo mío- [menos mal; o como dice Zizek: “con enemigos así quién necesita amigos”] ha repetido cosas que habíamos dicho en España trece o catorce años antes. No quiero hablar del señor Sartre, que ha venido más tarde y no ha comprendido suficientemente las cosas.» (T. VI, 1120).

Ortega, ahora sí, torero. (Mis disculpas a quien haya podido sentirse ofendido, admiro a ambos pensadores, solo que Ortega, me resulta más familiar).

Martin Heidegger, «Encuentros con Ortega y Gasset»

Fuente: http://www.heideggeriana.com.ar/textos/ortega_y_gasset.htm

ENCUENTROS CON ORTEGA Y GASSET

Martin HEIDEGGER

Mayo de 1956

Quisiera referir brevemente dos recuerdos de Ortega y Gasset. Siguen en mi memoria como dignos de recordación.
El primer recuerdo se remonta al mes de agosto de 1951. Nos encontramos en la ciudad alemana de Darmstadt, donde en bien ceñido marco se celebran anualmente conferencias sobre un tema determinado. Aquel año versaban sobre el tema “El hombre y el espacio”. Entre los hombres de ciencia y arquitectos que habían sido requeridos a hablar, nos contábamos Ortega y yo. Después de mi conferencia, que llevaba el título “Edificar, habitar, pensar”, un orador empezó a disparar violentos ataques contra lo que yo había dicho y afirmó que mi conferencia no había resuelto las cuestiones esenciales, que más bien las había “despensado”, es decir, disuelto en nada por medio del pensamiento. En este momento pidió la palabra Ortega y Gasset, cogió el micrófono del orador que tenía a su lado y dijo al público lo siguiente: “El buen Dios necesita de los “despensadores” para que los demás animales no se duerman”. La ingeniosa salida hizo cambiar de golpe la situación. Pero no era sólo una salida ingeniosa, era sobre todo caballeresca. Este espíritu caballeresco de Ortega, manifestado también en otras ocasiones frente a mis escritos y discursos, ha sido tanto más admirado y estimado por mí pues me consta que Ortega ha negado a muchos su asentimiento y sentía cierto desasosiego por alguna parte de mi pensamiento que parecía amenazar su originalidad. Una de las noches siguientes volví a encontrarle con ocasión de una fiesta en el jardín de la casa del arquitecto municipal. En hora avanzada iba yo dando una vuelta por el jardín, cuando topé a Ortega solo, con su gran sombrero puesto, sentado en el césped con un vaso de vino en la mano. Parecía hallarse deprimido. Me hizo una seña y me senté junto a él, no sólo por cortesía, sino porque me cautivaba también la gran tristeza que emanaba de su figura espiritual. Pronto se hizo patente el motivo de su tristeza. Ortega estaba desesperado por la impotencia del pensar frente a los poderes del mundo contemporáneo. Pero se desprendía también de él al mismo tiempo una sensación de aislamiento que no podía ser producida por circunstancias externas. Al principio sólo acertamos a hablar entrecortadamente; muy pronto el coloquio se centró en la relación entre el pensamiento y la lengua materna. Los rasgos de Ortega se iluminaron súbitamente; se encontraba en sus dominios y por los ejemplos lingüísticos que puso, adiviné cuán intensa e inmediatamente pensaba desde su lengua materna. A la hidalguía se unió en mi imagen de Ortega la soledad de su busca y al mismo tiempo una ingenuidad que estaba ciertamente a mil leguas de la candidez, porque Ortega era un observador penetrante que sabía muy bien medir el efecto que su aparición quería lograr en cada caso.

El segundo recuerdo trae a mi memoria la gran casa abierta de un médico en los altos de la Selva Negra, donde una mañana de domingo, en un círculo de numerosos oyentes cruzamos con fuerza, pero con bella mesura, nuestros más afilados aceros. Estaba en discusión el concepto del “ser” y la etimología de este vocablo fundamental de la filosofía. La discusión puso de manifiesto lo muy versado que Ortega estaba en las Ciencias. También me puso de relieve una especie de positivismo que no me cumple juzgar, ya que conozco muy pocos escritos de Ortega y sólo en traducciones. La tarde de ese mismo día nos proporcionó a mi y a todos los presentes la impresión más recia y duradera de la magna personalidad de Ortega y Gasset. Habló de un tema que ni estaba previsto ni había sido formulado y que puede, sin embargo, cifrarse en el titulo “El hombre español y la muerte”. Cierto que lo que nos dijo le era familiar desde hacia largo tiempo, pero el cómo lo dijo nos desvela cuanto más avanzado estaba que sus oyentes en un campo que ahora ha tenido que traspasar. Cuando pienso en Ortega vuelve a mis ojos su figura tal como la vi aquella tarde, hablando, callando, en sus ademanes, en su hidalguía, su soledad, su ingenuidad, su tristeza, su múltiple saber y su cautivante ironía.